A veces, cuando me ocurre algo, ya sea agradable o desagradable, termino preguntándome qué hubiera pasado si en lugar de haber seguido la ruta que seguí para aterrizar en esa determinada situación, algo hubiera cambiado, así fuera una nimia circunstancia; por ejemplo, que me hubiera retrasado cinco segundos para llegar a una cita; o, distraídamente, hubiera dado unos cuantos pasos de más luego de alcanzar mi destino; o, en una conversación, hubiera dicho diez palabras, afortunadas o desafortunadas, de más o de menos; en fin.
Ciertamente, una tarde de cine vi una película, de la que no recuerdo su nombre, que empezaba con un personaje que bajaba las escalas de una estación de metro y, al ver que las puertas del mismo empezaban a cerrarse, acelera el paso y, a trompicones, logra abordarlo. Inmediata y curiosamente, la película parece volver a empezar. De nuevo, en la pantalla sucede la escena en la que el hombre baja las escalas de una estación de metro y, al ver que las puertas del mismo empiezan a cerrarse, acelera el paso, pero, esta vez… alguien se le atraviesa, una circunstancia que no tarda más de lo que al personaje le toma esquivar al otro (un segundo, dos segundos), pero ese tiempo fue suficiente para que las puertas del metro se cerraran y nuestro personaje no pudiera abordar.
A continuación, la película desarrolla dos historias paralelas: en la primera se relatan los sucesos que vive el personaje que logra abordar el metro, en la segunda, se narran los sucesos del que lo pierde y termina esperando otro tren en la estación. Las dos historias son tan diferentes, con actantes tan distintos (salvo, claro, el personaje principal, el que vive la historia), mostrando escenarios tan contrarios y con desenlaces tan irreconciliables, que uno, al final de la película, no puede menos que quedar estático, pensando: ¿cómo puede ser que dos segundos cambien tanto la vida de alguien, y, de paso, la de las personas que rodean a ese alguien?
La anterior reflexión me lleva a pensar que de cuenta de pequeñas circunstancias (retrasarse cinco segundos para llegar a una cita, dar unos cuantos pasos de más luego de alcanzar nuestro destino, o, en una conversación, pronunciar diez palabras correctas o diez palabras equivocadas) incalculables situaciones pasan en nuestras vidas y en las vidas de todas las personas de la humanidad, pero también incalculables situaciones dejan de pasar aquí y allá: por ejemplo, hemos conocido a unas personas y hemos dejado de conocer a otras, han dejado de nacer unos hijos y han nacido otros, hemos nacido en el seno de unas familias y no de otras, hemos tenido por amigos a unas personas y no a otras, hemos estudiado unas carreras y no otras, o incluso hemos dejado de estudiar, o nos hemos casado con la persona correcta o con la persona equivocada, o hemos tenido hijos o hemos dejado de tenerlos.
Y es por esa casualidad-causalidad que la vida de toda persona es tan valiosa. Porque para que cualquier individuo nazca han tenido que pasar en la historia de la humanidad entera todos los sucesos que hoy conocemos como Historia, así, con mayúscula. Es decir, para que nacieran Sócrates, Dante Alighieri y Jeff Bezos, la casualidad-causalidad de toda la historia de la humanidad tuvo que tener lugar. ¿O podríamos estar seguros de que Jeff Bezos sería hoy uno de los hombres más ricos del planeta si en su momento Dante Alighieri no hubiera escrito La divina comedia y/o si Sócrates no hubiera tenido a Platón como discípulo y éste a su vez no hubiera transmitido sus conocimientos a Aristóteles? La discusión filosófica queda abierta.
Lo cierto es que gracias a todas las circunstancias que se han dado en la historia de la humanidad, y en la historia particular de Reinaldo Patiño Arango, el autor-compilador del presente libro, «365 FRASES INSPIRADORAS. Lo mejor de los mejores», logra ver la luz. Porque Reinaldo ha pasado por todas las circunstancias causales y casuales que la vida ha puesto en su camino: debió nacer en Bello (Antioquia) en 1940, debió tener como padres a Nepomuceno y a Gabriela, debió rodearse de sus hermanos y, un día, dejarlos a todos para formar familia con Amantina, la mujer que tomó por esposa en 1964 para toda la vida, y debió tener los cinco hijos que tuvo, uno de los cuales escribe estas líneas, y debió trabajar treinta y dos años en Fabricato, la más tradicional empresa textil de Bello para Colombia. Pero también debió ser un autodidacta ferviente desde siempre y hasta siempre, leyendo cuanto libro caía en sus manos y llevando a la práctica cuanto experimento llamaba su atención y necesitaba recrear para entender los fenómenos que lo regían. De ahí que, por intuición unas veces y por mera curiosidad otras, por testarudez unas veces y por progresista otras, por emprendedor unas veces y por amor al arte otras, por incansable unas veces y por inquieto otras, porque le gustaba unas veces y porque sí simplemente otras, porque nunca ha necesitado razones ni justificaciones para hacer lo que le gusta, es que ha recorrido con amor y pasión muchos artes, oficios y pasatiempos: hacedor de ladrillos, constructor de casas, electricista, jardinero, carpintero, tejedor, tintorero, avicultor, cunicultor, pintor de obra, educador, lector, escritor, apuntador, caminante, talador, hijo, hermano, esposo, padre, abuelo, amigo, artesano, coleccionista, en fin, de todo lo hemos visto hacer.
Y es precisamente de la pasión por las colecciones que ha alimentado Reinaldo Patiño Arango de lo que quiero hablar aquí. El coleccionismo es una actividad de entretenimiento mediante la cual el coleccionista reúne, conserva y mantiene algún tipo de objeto porque encuentra en dicha actividad interés, dispersión, conocimiento, o cualquier otro tipo de valor intrínseco. Los objetos que más tienden a coleccionar los interesados son los que representan la belleza, lo curioso y extraño o lo valioso de la naturaleza. Las colecciones que más adeptos reúnen son las de objetos arqueológicos, piedras, numismáticos, que agrupan a su vez a quienes coleccionan estampillas, medallas, monedas, billetes, etc. Reinaldo ha practicado varias de estas actividades del coleccionismo.
Por ejemplo, ha sido un compulsivo comprador y lector de libros, manía, vicio, gusto, pasión, como quiera llamarse, que me alcanzó también a mí un poco por ósmosis, un poco por consejo y mucho por el ejemplo. Verlo tantas veces devorando los extensos libros de Frederick Forsyth, Maurice Druon, Heinz G. Konsalik o Howard Fast, o reflexionando concentradamente sobre las lecciones que planteaban los libros de Laurence J. Peter, El principio de Peter y Las fórmulas de Peter, o citando las parábolas que Og Mandino exponía noveladamente en libros tan maravillosos como El milagro más grande del mundo, El vendedor más grande del mundo o Misión éxito, significó el mapa que me sirvió muchas veces como guía en mi propio proceso de aprendizaje como escritor y editor.
Recientemente le pregunté a Reinaldo, mi padre, por la colección de estampillas que ha mantenido siempre celosamente guardada. Recuerdo que cuando yo tenía tal vez doce o trece años, al ver mi interés en aquellas pequeñas fichas de colores, marcadas con los nombres de muchos países, y que rememoraban efemérides de acontecimientos como Juegos Olímpicos, Juegos Panamericanos, o natalicios de personajes como Simón Bolívar, Abraham Lincoln, en fin, me la ofreció para que yo la guardara y la siguiera creciendo. Con mucho entusiasmo al principio, pegué las estampillas en un cuaderno y guardé el cuaderno sin volver a prestarle mucha atención. Alguna vez mi papá volvió a ver el cuaderno y las estampillas y al darse cuenta de que yo ya no las mantenía con asiduidad, y que incluso donde estaban corrían el riesgo de perderse o dañarse, las recogió de donde yo las tenía y las volvió a organizar en una libreta con cientos de bolsillos para tarjetas de presentación y allí las guardó. Cuando recientemente me escuchó preguntar por ellas, fue a traerlas, y lo hizo tan rápido, que comprendí el valor que les daba. Sabía exactamente dónde estaban, en qué condición, y lo único que tuvo que hacer fue ponerse de pie, ir por ellas y casi inmediatamente regresar, y ponerlas sobre la mesa del comedor para que yo de nuevo las viera.
Con la libreta que contenía las estampillas trajo también algunas pequeñas vasijas plásticas en las que tenía otras colecciones. Una era de crucifijos, y otra, de monedas. Aún mantenía viva en su alma esa costumbre de guardar con curia piezas que, al sumarse a otras, iban conformando series valiosas. Como la misma de los libros. De estos últimos, recuerdo, acostumbraba sacar frases que anotaba en pedazos de papel, servilletas, billetes, libretas, cuadernos, lo que le sirviera para no olvidar la frase cuando ésta se ponía frente a sus ojos o se metía por sus oídos.
Una tarde estábamos conversando de cosas diversas cuando el tema de las frases salió a colación. Mi papá, como siempre, salió en busca de sus frases, eran un montón de recortes, muchos de periódicos, algunos de revistas y bastantes anotados de su puño y letra en el papel, de diferentes colores, tamaños, con infinidad de tipos de letras, algunos trozos de papel doblados por la mitad, metidos en una pequeña caja de plástico transparente. Por esos días, ya con mi sobrino David habíamos empezado el negocio editorial, y coincidimos en que allí había un tesoro que valía la pena divulgar. David se encargó de pasar todas las frases por computador. Una tarde, cayendo la tarde, empecé a maquetar el texto. Fue también David quien diseñó la carátula. Con todos estos insumos armamos el ejemplar. Y ese es el que tienes ahora en tus manos, amigo lector: «365 FRASES INSPIRADORAS. Lo mejor de los mejores».
Alguien dijo que leer un libro es como tener una conversación con su autor. ¿Te imaginas las cosas que te dirían Aristóteles, Platón o Sócrates si conversaras con ellos apenas unos minutos? ¿Qué consejos te darían hoy Bill Gates o Mark Zuckerberg si pudieras sentarte al menos una hora a escuchar sus historias de vida o de emprendimiento? ¿Cuánto aprenderías de Nelson Mandela, Viktor Frankl o Helen Keller, individuos que vivieron dolorosas existencias de gran sufrimiento sin doblegarse, y que pese a todo legaron profundos aprendizajes y nutridas enseñanzas para la humanidad con sus palabras?
Mientras repasaba cuidadosamente las frases de principio a fin, en el proceso de edición, no podía menos que detenerme en algunas, esas que me hacían vibrar con el ritmo que su autor les había impreso cuando las escribió. Pero no era sólo por el ritmo, era también y, sobre todo, por la reflexión intrínseca, por el mensaje latente, palpable, por la invitación, a veces velada, a veces directa, a ser mejores cada día como medio para procurar alcanzar un día la perfección del alma. El escritor y periodista colombiano Gonzalo Arango, por ejemplo, llama la atención de los indecisos, de los eternos planificadores, de los esperantes que nunca desesperan, sentenciando, no sólo para ellos, sino para todos, que «el futuro no es lo que esperamos sino lo que hacemos»; y la escritora y profesora estadounidense Tony Morrison afirma que «si eres libre, necesitas liberar a alguien más; si tienes algún poder, entonces tu trabajo es empoderar a alguien más». ¿No nos habla ella de la generosidad que podemos cada uno de nosotros prodigar a nuestros semejantes dándoles un poco de lo poco o mucho que tenemos, lo hayamos adquirido, logrado o heredado? Y Marco Aurelio, el famoso emperador del imperio romano, dice que «el verdadero modo de vengarse de un enemigo, es no asemejársele». Podríamos decir que son, en cierta forma, las mismas palabras que pronunciara Jesús cuando predicó: «Mas a vosotros los que oís, digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian; y al que te hiriere en la mejilla, dale también la otra; y al que te quitare la capa, ni aun el sayo le defiendas; y a cualquiera que te pidiere, da; y al que tomare lo que es tuyo, no pidas que te lo devuelva; y como queréis que os hagan los hombres, así hacedles también vosotros».
En El milagro más grande del mundo, Og Mandino, en su Memorándum para ti de Dios, transmite al lector las siguientes palabras del Padre: «¿cuántos profetas, cuántos sabios, cuántos poetas, cuántos artistas, cuántos compositores, cuántos científicos, cuántos filósofos y mensajeros he enviado para que te hablaran de tu divinidad, de tu potencialidad para asemejarte a mí, y los secretos para lograrlo?»
Este libro titulado «365 FRASES INSPIRADORAS. Lo mejor de los mejores», de Reinaldo Patiño Arango, es un recordatorio más de todo cuanto tenemos por aprender, por reflexionar, por dejarnos aconsejar. Se puede leer una frase al día, y memorizarla, o simplemente analizar su significado, o simplemente ponerla en práctica. O puede leerse de corrido, no se tarda más de una hora en hacerlo, y recurrir a la misma lectura cada vez que se pueda, que la práctica hace al maestro. Todo lo que un hombre hace en su vida para mejorarse a sí mismo y a su entorno es valioso y merece la pena.
José Martí, el recordado poeta cubano, dijo un día que «hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro».
Reinaldo ha sembrado muchos árboles en su vida. Basta con mencionar que, en el corregimiento de Palmitas, en Medellín, en un pequeño terreno con forma triangular, construyó casi solo una casa de dos pisos, y, a unos metros de ésta, sembró una pequeña araucaria que, con los años, ha crecido tan alta que ya obligó a las Empresas Públicas a mover el tendido de cables de alumbrado público para darle paso en su camino hacia el cielo.
Pero el trabajo de mi papá no paró ahí, con la ayuda de mi mamá, Amantina, la esposa que lo ha acompañado durante los últimos casi sesenta años de vida, sembró frutales, árboles de fresca, bambús y matas de jardín, pisó la tierra con grama y bordeó el área completa del terreno con estacones de dos metros y medio, que pintó de rojo y blanco, y recorrió el límite que hacían con alambre de púas. Allí, muchas veces, la familia entera hemos pasado fines de semana compartiendo con los vecinos, comiendo sancocho al mediodía y fríjoles en la noche, y durmiendo plácidamente al amparo de las estrellas mojadas, el canto de los grillos y el titilante brillo que despiden en la noche las luciérnagas, los curucusíes, los cucuyos y demás bichos de luz.
Reinaldo también tuvo hijos, cinco, y yo soy uno de esos. Nos acompañó desde niños en nuestro crecimiento, nos enseñó lo bueno y lo malo de la vida, y nos mostró el camino de flores y el terreno escarpado. Nunca nos obligó a nada, y, más bien, siempre nos presentó muchas opciones. Recuerdo una tarde-noche que llegué de la escuela con las rodillas abiertas en el pantalón y en la piel, porque un compañero de otro grupo, más grande que yo, me había empujado y lanzado a tierra. Sé que al papá le dolieron en el alma mis heridas, y como sabía que ir a buscar a aquel hombre para vengarse no era la solución, tomó un cojín que puso contra la pared, y me dijo que lo golpeara [al cojín] tanto y tan fuerte como pudiera. Yo lo hice, primero con dolor y con rabia, después con risa y pasión, porque aquella venganza se convirtió en un juego de niños en el que me divertí mucho. Al día siguiente, fui de nuevo a la escuela y vi a aquel compañero más grande que yo como si nada hubiera pasado. Y, de hecho, nada más pasó.
«Plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro».
Una somera interpretación de las palabras de José Martí nos empujaría a decir que es la mejor forma de que nos recuerden por lo que creamos en vida, lo que hicimos y lo que enseñamos. Otros dirían simplemente que es la manera de dejar huella. De cualquier forma, es crear sustancia, materia y alma, para que el mundo y el universo se sigan construyendo, sigan buscando su propia evolución consciente. Y es precisamente lo que hace Reinaldo Patiño Arango con esta obra, poner su grano de arena para perpetuarse, sí, pero también, y más allá de eso, para crear sustancia, materia y alma, para que el mundo y el universo se sigan construyendo, sigan buscando su propia evolución consciente. Enhorabuena a Reinaldo por tan agradable y valiosa obra y buena lectura para los lectores de la misma.
Prólogo del libro 365 Frases inspiradoras. Lo mejor de los mejores.
Albeiro Patiño Builes